NIXTAMALIZACIÓN. UN OBSEQUIO CULINARIO DE MÉXICO PARA EL MUNDO

Es imposible concebir la alimentación del mexicano sin la presencia del maíz; su abundancia, versatilidad gastronómica y precio relativamente asequible, lo han posicionado como el principal producto de la canasta básica nacional, por lo que no debe de extrañarnos encontrarlo cotidianamente, en alguna de sus múltiples y deliciosas preparaciones, sobre cualquier mesa del norte, centro y sur de nuestro país.

Antiquísimo es el origen de este nutritivo cereal, tanto así, que los grandes estudiosos del pasado precolombino consideran su domesticación como un paso previo al sedentarismo agrícola, característica que compartieron las civilizaciones más importantes de Mesoamérica, área cultural conformada por la región meridional de la república mexicana y los actuales territorios de Salvador, Belice, Honduras, Nicaragua y Costa Rica. Aunque entre los nahuas prehispánicos el dios del maíz recibía por nombre Cintéotl, otra deidad, Xilonen-Chicomecoatl, era considerada la madre de esta simiente y, en honor a ella, se realizaba la fiesta de huey tecuílhuitl, para celebrar la abundancia con la que eran beneficiados y asegurar las cosechas venideras. El maíz jugaba también un importante papel en distintas ceremonias rituales pues, con sus granos, los sacerdotes diagnosticaban enfermedades, o bien, el destino de los recién nacidos.

En el ámbito gastronómico, la semilla ancestral era transmutada de su forma original para cocinar atole, tortillas, pozole y tamales, alimentos que, aunque en ese tiempo tenían características rituales, aún en la actualidad ocupan un lugar preponderante dentro del gusto culinario nacional. Sin embargo, para que esto pudiera ser posible, sus granos no solo se molían para conseguir harina —a semejanza del trigo— sino que debían someterse a un proceso denominado nixtamalización (nextli: ‘cenizas’ y tamalli: ‘masa’), mediante el cual se ablandaba el pericarpio del maíz, la cubierta transparente, dura y fibrosa que envuelve al grano para su protección. El procedimiento es muy sencillo y solo se requiere de fuego, agua y cal para su ejecución. Una vez reunidos los insumos mencionados, necesitamos cumplir con las siguientes instrucciones para concretar la nixtamalización de este valioso alimento mesoamericano.

En primer lugar, debe hacerse una selección de los granos que serán nixtamalizados; posteriormente, en un recipiente de dimensiones considerables, se pone agua a calentar y, cuando ésta se encuentre a una temperatura media, se vierte en ella cal viva, tequesquite o cenizas (aproximadamente el 1% de la porción de maíz utilizada); en el justo momento en que la mezcla rompa en hervor, se agrega el maíz, el cual deberá permanecer a fuego medio de 20 a 90 minutos, dependiendo de la cantidad y tipo de semillas utilizadas. Transcurrido este tiempo, la mezcla se deja enfriar en el mismo recipiente por aproximadamente ocho horas, al término de las cuales se debe enjuagar el grano reiteradamente hasta remover en su totalidad cualquier resto de nejayote; es decir, el agua mezclada con cal que se utilizó durante la cocción. Ahora, su textura ha sido reblandecida y el maíz está listo para ser molido y cocinado.

Además del reblandecimiento ya mencionado, la nixtamalización confiere al maíz una serie de propiedades sumamente benéficas para nuestra salud; entre ellas el aumento de la fibra dietaria soluble y de los aminoácidos esenciales; los lípidos inherentes del grano disminuyen en forma importante; se liberan vitaminas que de otro modo no se encuentran disponibles en él, como la niacina; se disminuye el ácido fítico, el cual es de difícil absorción y digestión para el cuerpo humano; aumenta considerablemente la cantidad de calcio asimilable por nuestro organismo y, finalmente, los almidones propios del maíz se gelatinizan, dotando a la masa de su flexibilidad tan característica.

Gracias a la tradición oral, este procedimiento prehispánico se ha mantenido hasta nuestros días prácticamente sin variaciones; todavía, a finales de los años 70, Salvador Novo nos describía en su Cocina Mexicana o Historias Gastronómicas de la Ciudad de México, una pintoresca escena con las siguientes palabras:

“[…] El maíz se había reblandecido toda la noche en un barreño, en el agua con tequesquitl. Ahora la mujer lo molería —como Quilaztli, la germinadora, molió los huesos del padre Quetzalcóatl— en el metatl. Bajaría con el matlapil las oleadas del nixtamal —espuma blanquísima deslizada sobre el mar negro y firme del metatl— una y otra vez, hasta la tersura, mientras la leña chisporroteaba en el tlecuil, bajo el comalli. Luego, con las pequeñas manos húmedas, cogería el testal para irlo engrandeciendo a palmadas rítmicas, adelgazando, redondeando hasta la tortilla perfecta que acostar, como a un recién nacido, sobre el comalli sostenido en alto en tres piedras rituales por Xiuhtecuhtli, por el dios viejo del fuego […] la tortilla se inflaría como si hubiera cobrado vida, como si quisiera volar, ascender; como si Ehécatl la hubiera insuflado […]”

Es cierto, la tecnología ha cambiado más que nunca en los últimos años y hay muy pocas probabilidades de que alguien de nosotros presencie, en vivo y a todo color, una escena como la anterior. Los aromáticos fogones han sido substituidos por las inodoras estufas de gas, eléctricas o de inducción, o bien, por calderas industriales proyectadas para el consumo masivo de una población cada vez más en expansión; la masa ya no se procesa pacientemente en un metate, sino en grandes molinos motorizados y el comal cedió su lugar a las modernas tortilladoras que son capaces de cocinar cientos de tortillas por minuto; sin embargo, la esencia misma del mexicano sigue ahí, en el maíz, el principal anfitrión en las mesas de nuestras familias y un obsequio culinario para el mundo.

Baltazar Brito Guadarrama